EPISODIO DEL ENEMIGO, cuento.

 

Episodio del enemigo, un cuento de Jorge Luis Borges

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero solo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

—Uno cree que los años pasan para uno —le dije— pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.

Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme:

—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y solo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:

—En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.

—Puedo hacer una cosa —le contesté.

—¿Cuál? —me preguntó.

—Despertarme.

Y así lo hice.

zenda, enero 2021.

AGUAFUERTE, relato



 Por Rubén Darío

De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un débil reflejo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero.

Se les alcanzaba a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.


El buen librero, enero 2021.

COLINAS BLANCAS, Relato

 Por Ernst Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.

-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

-Hace calor -dijo el hombre.

-Tomemos cerveza.

-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.

-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.

-Sí. Dos grandes.

La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.

-Parecen elefantes blancos -dijo.

-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.

-No, claro que no.

-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.

La muchacha miró la cortina de cuentas.

-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?

-Anís del Toro. Es una bebida.

-¿Podríamos probarla?

-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.

La mujer salió del bar.

-Cuatro reales.

-Queremos dos de Anís del Toro.

-¿Con agua?

-¿Lo quieres con agua?

-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?

-No sabe mal.

-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.

-Sí, con agua.

-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.

-Así pasa con todo.

-Sí-dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.

-Oh, basta ya.

-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.

-Bien, tratemos de pasar un buen rato.

-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?

-Fue ocurrente.

-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?

-Supongo.

La muchacha contempló las colinas.

-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.

-¿Tomamos otro trago?

-De acuerdo.

El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.

-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.

-Es preciosa -dijo la muchacha.

-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.

La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.

-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.

La muchacha no dijo nada.

-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.

-¿Y qué haremos después?

-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.

-¿Qué te hace pensarlo?

-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.

La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.

-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.

-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.

-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.

-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.

-¿Y tú de veras quieres?

-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.

-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?

-Te quiero. Tú sabes que te quiero.

-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?

-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.

-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?

-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.

-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.

-¿Qué quieres decir?

-Yo no me importo.

-Bueno, pues a mí sí me importas.

-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.

-No quiero que lo hagas si te sientes así.

La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.

-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.

-¿Qué dijiste?

-Dije que podríamos tenerlo todo.

-Podemos tenerlo todo.

-No, no podemos.

-Podemos tener todo el mundo.

-No, no podemos.

-Podemos ir adondequiera.

-No, no podemos. Ya no es nuestro.

-Es nuestro.

-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.

-Pero no nos los han quitado.

-Ya veremos tarde o temprano.

-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.

-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.

-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…

-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?

-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…

-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?

Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.

-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.

-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.

-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.

-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.

-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.

-¿Querrías hacer algo por mi?

-Yo haría cualquier cosa por ti.

-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?

Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.

-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.

-Voy a gritar -dijo la muchacha.

La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.

-El tren llega en cinco minutos -dijo.

-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.

-Que el tren llega en cinco minutos.

La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.

-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.

-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.

-¿Te sientes mejor? -preguntó él.

-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.

El buen librero, enero 2021.

MARIO BENEDETTI

 Finaliza la lista este autor uruguayo, poeta, dramaturgo y periodista, integrante de la generación del 45, a la que pertenecieron, entre otros, Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti. Su  producción literaria incluyó más de ochenta libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de veinte idiomas.

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo….

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Fragmento de «A imagen y semejanza», del libro La muerte y otras sorpresas, publicado en 1968. La soledad, las dificultades de comunicación, la conciencia de la muerte, la alegría de la vida o el paso del tiempo son algunos de los temas incluidos en los relatos que conforman esta obra.

Lucía Babelio, junio 2019.

ROBERTO BOLAÑO

 El único autor que no pertenece a misma generación ni es cercano al Boom latinoamericano como los otros escritores presentes en esta lista. autor de más de dos decenas de libros, entre los cuales destacan sus novelas Los detectives salvajes, ganadora del Premio Herralde en 1998 y el Premio Rómulo Gallegos en 1999, y la póstuma 2666.

Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Arturo Belano. Grave error, como se verá a continuación (…) les dije, les advertí, los puse en guardia contra los peligros a que se enfrentaban Igual que hablarle a una piedra. Otrosí: los lectores desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más temprano que tarde se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta Evidente! No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor termina haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos.

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Fragmento de Los detectives salvajes, publicada en 1998, entre la narrativa detectivesca, la novela «de carretera», el relato biográfico y la crónica, esta novela es considerada por la crítica y el público de todo el mundo como una de las mejores y más originales ficciones escritas en las últimas décadas.


Lucía Babelio, junio 2019.

JORGE LUIS BORGES

 La influencia de la obra de Borges en los escritores, no solo latinoamericanos, posteriores a él y contemporáneos es innegable. Borges pertenece a ese grupo de escritores que siempre serán universales. Autor de cuentos, poemas, ensayos y otros textos en los que se funden los géneros, así como la realidad con la ficción y la filosofía.

A Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro.

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Fragmento de «Al otro» en El hacedor, publicado en 1960. Se trata de un conjunto de 55 textos entre poemas, relatos y ensayos.


Lucía Babelio, junio 2019.

MARIO VARGAS LLOSA

 Considerado uno de los más importantes novelistas latinoamericanos, su obra ha cosechado numerosos premios, entre los que destacan el Rómulo Gallegos, en 1967, el Príncipe de Asturias de las Letras,  en 1986, el  Premio Planeta en 1993, el Miguel de Cervantes en 1994 y el Nobel de Literatura en el 2010.

Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho, de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea?

lafiesta

Fragmento tomado de La fiesta del chivo, novela publicada en el 2000, que se centra en el asesinato del dictador Rafael Trujillo y los hechos posteriores a este, una novela sobre la dictadura.

Lucía Babelio, junio 2019.

ISABEL ALLENDE

 Escritora chilena, nacida en Perú y nacionalizada estadounidense, es una de las autoras latinoamericanas más leídas en todo el mundo. Ha publicado más de veinte novelas y es considerada como una escritora superventas, ha vendido más de setenta millones de ejemplares y ha sido traducida a 42 idiomas.

Tú piensas en palabras, para ti el lenguaje es un hilo inagotable que tejes como si la vida se hiciera al contarla. Yo pienso en imágenes congeladas en una fotografía. Sin embargo, ésta no está impresa en una placa, parece dibujada a plumilla, es un recuerdo minucioso y perfecto, de volúmenes suaves y colores cálidos, renacentista, como una intención captada sobre un papel granulado o una tela. Es un momento profético, es toda nuestra existencia, todo lo vivido y lo por vivir, todas las épocas simultáneas, sin principio ni fin. Desde cierta distancia yo miro ese dibujo, donde también estoy yo. Soy espectador y protagonista. Estoy en la penumbra, velado por la bruma de un cortinaje traslúcido. Sé que soy yo, pero yo soy también este que observa desde afuera. Conozco lo que siente el hombre pintado sobre esa cama revuelta, en una habitación de vigas oscuras y techos de catedral, donde la escena aparece como el fragmento de una ceremonia antigua. Estoy allí contigo y también aquí, solo, en otro tiempo de la conciencia.

cuentosde

Fragmento de Cuentos de Eva Luna, publicado en 1989, libro que consta de 23 relatos contador por Eva, la protagonista, que hablan principalmente sobre el amor.


Lucía Babelio, junio 2019.

JULIO CORTÁZAR

Julio Cortázar 


Escritor que cultivó casi todos los géneros y también la traducción de autores que admiró mucho como Daniel Defoe, Edgar Allan Poe y Marguerite Yourcenar. Es considerado uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, sobre todo por Rayuela, novela que ha sido traducida a más de 40 idiomas.

Un señor toma un tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo. Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de la plaza. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.

deshoras

Cuento «El diario a diario», que forma parte de Deshoras, libro que reúne los últimos cuentos publicados por Cortázar en 1982, dos años antes de su muerte, en los que se evidencia el juego constante entre realidad y ficción, característico en toda su obra.


Lucía Babelio, junio 2019.

JUAN RULFO

 Juan Rulfo

Escritor mexicano cuya obra consta tan solo de dos novelas cortas, Pedro Páramo  y El gallo de oro y de un libro de cuentos, a pesar de esto y por la calidad de su pluma, es uno de los autores latinoamericanos más valorados en la comunidad. También fue guionista y fotógrafo.

Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver. De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.

elllano

Fragmento de «El llano en llamas», cuento que aparece en el libro homónimo, publicado en 1953, que reúne los relatos del autor. Fue su primera publicación, aunque algunos de los textos ya habían sido publicados en revistas.


Lucía Babelio, junio 2019.

ERNESTO SABATO

Sabato fue narrador, ensayista, físico y pintor. Su larga existencia (murió a los 99 años) lo llevó a ser un autor muy presente durante el siglo pasado y también durante la primera década del presente.

En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Estos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los afectos.

resistencia

Fragmento de La resistencia, libro publicado en el año 2000,  que recoge cinco cartas y un epílogo, en los que Sabato analiza nuestra realidad y aboga por un nuevo humanismo y  la necesidad de comunicarse con el otro.


Lucía Babelio, junio 2019.

PABLO NERUDA

Pablo Neruda

El poeta chileno también se dedicó a la política llegando a ser precandidato a la presidencia de Chile por el partido comunista y embajador de su país en Francia. También recibió el Premio Nobel de Literatura en 1975.

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies
y mis uñas y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

residencia

Fragmento de «Walking Arround», poema que aparece en su obra Residencia en la tierra, publicada en 1935, año en el que se hacía cargo, en Madrid, de la revista Caballo verde para la poesía, donde fue compañero de los poetas de la Generación del 27.

Lucía Babelio, junio 2019.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

 


Con más de mil lectores en nuestra comunidad, es, sin duda, el autor colombiano y  latinoamericano más leído y traducido en el mundo.  Narrador, guionista y periodista, recibió el recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982.

Ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieron volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas.

otoño01

Fragmento de El otoño del patriarca, publicada en 1975. Novela que recrea la soledad del poder de un dictador que bien podría ser el de cualquier país latinoamericano.

Lucía Babelio, Junio 2019.

GRAMÁTICA Y ORTOGRAFÍA ¡VAMOS A ESCRIBIR!

http://www.cursosinea.conevyt.org.mx/para_asesor/auto_asesores/cd/lengua_comunicacion/vamos_escribir_2e/02_ve_manual_2a.pdf 

FESTIVAL DE CARTAGENA, del 28 al 31 de Enero

http://www.hayfestival.com/cartagena/inicio 

¡Dato interesante!


 La novela más larga de la historia se titula In the Realms of the Unreal y fue escrita e ilustrada por el artista marginal Henry Darger. Tardó siete años en completar sus 15.145 páginas, distribuidas en 15 inmensos volúmenes de texto denso.

"Prensa amarilla"

 El primer cómic de la historia fue The Yellow Kid, de Richard F. Outcault, publicado en 1895. Introdujo el globo o “bocadillo” como una novedosa forma de hacer hablar a los personajes. Tal fue su éxito que, al aparecer simultáneamente en el New York World (de Pulitzer) y el New York Journal (de Hearst) dio lugar al término “prensa amarilla”.

Fragmento de "Algo sobre la muerte del Mayor Sabines", autor Jaime Sabines

 I


Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.

Convalecemos de la angustia apenas
y estamos débiles, asustadizos,
despertando dos o tres veces de nuestro escaso sueño
para verte en la noche y saber que respiras.
Necesitamos despertar para estar más despiertos
en esta pesadilla llena de gentes y de ruidos.

Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,
por eso es que este hachazo nos sacude.
Nunca frente a tu muerte nos paramos
a pensar en la muerte,
ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la alegría.
No lo sabemos bien, pero de pronto llega
un incesante aviso,
una escapada espada de la boca de Dios
que cae y cae y cae lentamente.
Y he aquí que temblamos de miedo,
que nos ahoga el llanto contenido,
que nos aprieta la garganta el miedo.

Nos echamos a andar y no paramos
de andar jamás, después de medianoche,
en ese pasillo del sanatorio silencioso
donde hay una enfermera despierta de ángel.
Esperar que murieras era morir despacio,
estar goteando del tubo de la muerte,
morir poco, a pedazos.

No ha habido hora más larga que cuando no dormías,
ni túnel más espeso de horror y de miseria
que el que llenaban tus lamentos,
tu pobre cuerpo herido.

Cuento contemporáneo, LA MUDA BOCA, Francisco Hinojosa

 La muda boca



Creía que la Sorbona no era para mí ("Te menosprecias", me atacó Lucila, que en ese entonces era mi novia: colombiana, veterinaria). Tanto me insistieron mis padres ("Ni siquiera hablo francés", les dije) y tanto se empeñó mi tío Simón al proponerse como tutor ("Podrías gastar tu dinero en otras cosas", le aseguré), que no tuve alternativa: viajé a París, me inscribí en la carrera de Letras Clásicas y me puse a cursar las materias indicadas por los planes de estudio.

En realidad yo quería ser político: ganar posiciones poco a poco, como debe ser, llegar a un cargo directivo de prestigio, al menos. Ser ministro, incluso. Presidente de mi partido.

No sabía qué tenía que ver la literatura clásica en esas mis honradas aspiraciones ("Al andar se hace camino", me indicó mi madre). No sabía tampoco por qué esos estudios en París, y no en Paraguay o Croacia, por ejemplo, tendrían más sentido para mi futuro como político ("La Sorbona es la Sorbona", me explicó mi padre, abogado de profesión, historiador por gusto, educado en Oxford).

El primer invierno fue muy difícil ("Abrígate lo más que puedas", me aconsejaba mi nueva novia francesa: comunicóloga, en realidad italiana). Y por más que me arropaba no lograba concentrarme en las clases: tenía frío a toda hora y extrañaba mi tierra o quizás mi clima. Un maestro se empeñaba en hablar en latín durante los cincuenta minutos que duraba su cátedra.

Por su parte, el francés tampoco lo entendía aún del todo ("Ve la televisión todos los días", me aleccionó un compañero de nombre Lev, ruso, "así aprendí yo. Aunque mi pronunciación no es muy buena, me hago entender, y además ya soy un conocedor de cine").

Pasaron los meses, aprendí francés y griego, y el latín dejó de dificultárseme. Le encontré gusto a Ovidio, a Séneca y a La Rochefoucauld.

Hasta que un día decidí abandonar la carrera ("Debes pensarlo dos veces antes de determinar tu rumbo futuro", me escribió mi madre. "No ha sido una decisión tomada a la ligera", le respondí tres días después. "Tu tío sentirá tristeza", me dijo mi padre por teléfono. "No es algo personal", le contesté).

Mi tío Simón siguió enviándome dinero para subsistir ("De cualquier manera te hará bien París", me escribió en una carta).

Tenía alquilado un pequeño departamento y todos los días caminaba sin rumbo fijo para que me hiciera bien París y se justificara así el gasto de mi tío. Fui a todos los museos para enterarme de qué trataban. Leí, extra-cátedra, muchos libros sobre la historia de Francia (la Revolución, la Bastilla, el 68). Aprecié a Monet, a Manet y a Rembrandt (que no era francés). Comí escargots a sabiendas de que eran caracoles.

Un día entré en relación con Carol: gringa, traductora, rubia, alta, perfumada. Cenamos couscous (con pollo ella, con carnero yo) en cantidades exageradas ("Así es el couscous", me explicó en inglés de Búfalo) y nos fuimos a su piso. Tenía baño privado con tina privada. Era un poco más pequeño que el mío ("Si necesitas algo más holgado", me escribió un día mi tío Simón, "debes decírmelo. Quiero lo mejor para ti"). Ella también adoraba al Hesíodo de Los trabajos y los días. Le canté canciones mexicanas y tomamos vino blanco, que le gustaba especialmente ("A mí, un tinto", decía mi padre en sus mejores épocas, cuando podía elegir sin necesitar del aparato).

Viajé con Carol a Oslo, La Haya, Bruselas y Copenhague. En Ámsterdam alquilamos bicicletas. En Colonia nos perdimos. Y comencé a fumar marihuana ("En Europa, cuídate de las drogas", me había dicho mi abuela al partir). El viaje fue muy instructivo: aprendí mucho acerca de las diferentes monedas, de las lenguas, de las comidas y de la caridad ("En la calle te van a pedir. No des dinero a lo loco", me sugirió mi tío-tutor). Probé el salmón, dormí con Carol y una amiga suya de nombre Linda, di una conferencia sobre Esopo y la cultura maya en Brujas, y canté canciones cubanas y puertorriqueñas. La gente me dio dinero. Me aficioné a la cerveza oscura y al arenque.

Al regresar a París me encontré con la noticia: habían muerto mamá y mi sobrino Luciano. Ambos se estrellaron en un vuelo hacia Bangladesh ("Espero que no te sientas triste por lo que voy a contarte", empezó así la carta de mi padre). Pero sí me llené de tristeza. A mi madre la tenía en alto: su amor, sus recomendaciones, su cocina, el piano, la homeopatía, el jerez. Luciano jugaba tenis y quería ser actor. La muerte de ambos me hizo llorar un día completo.

Una semana después me enteré de que Carol se había enamorado de un joven francés. Yo no la amaba ni la quería ni la toleraba mucho. Era una mujer demasiado ascéptica y demasiado típica. Según mi manera de ver.

No fue difícil aceptar la ruptura. Tampoco sencilla, pues estaba acostumbrado a sus maneras: nos bañábamos juntos: hablábamos sobre Hesíodo y Sexto Propercio: a veces nos encariñábamos ("Encaríñate sólo cuando estés seguro de que debes hacerlo", me decía mi finada madre). El francés se llamaba Zazie. Lo conoció en el metro. Creo que en la estación Denfert Rochereau. Le gustaba leer a Balzac y todo eso. Prefería beber tequila japonés.

Al día siguiente se apareció la rata. Era una rata común. No se sentía incómoda al verme sorprendido con su presencia: creo que yo tenía más miedo de ella que ella de mí. Se decidió por habitar abajo del único sillón del departamento.

Volví a inscribirme en la Sorbona ("Me llena de alegría tu decisión", me escribió mi tío. "Estaba seguro de que volverías a tus estudios"). Mis nuevos compañeros discutían mucho acerca de los emperadores romanos, leían todos los libros de la bibliografía básica y traducían obras de Plauto, Tácito y Apuleyo. Jan (minusválido, polaco) se decidió por Quinto Horacio Flaco. Me dijo "Ego mira poemata pango". Sin embargo nadie consideraba que sus escritos fueran poemas, y mucho menos admirables.

Luego, mi maestra de Introducción a Virgilio me besó en la boca. Era un miércoles. Yo estaba en la barra de un café de la calle Vaugirard. Tomaba una cerveza o un café. Ella llegó y me preguntó algo acerca del funcionamiento de los pararrayos: le dije lo poco que sabía: entonces puso sus labios sobre los míos ("A las mujeres", me dijo un día mi padre, "les encanta besarlo a uno"). Fue fabuloso. Pierre, Jan e Isaak habían confesado que querían besarla. Iris, una compañera inglesa, me dijo que también deseaba sus labios. Y sí, eran unos labios especiales. Como muy carnosos o lascivos.

Convivimos durante algunas semanas, en mi departamento y en el suyo. Lo que más hacíamos era besarnos en la boca. Hasta que ya no se pudo más con la ascesis y me dijo: "volvamos a La Eneida, dejemos estas prácticas y ya..., esto no nos conduce a nada..., para qué continuar algo que habrá de frenarse..., sé que no debo precipitarme..." Luego preguntó: "¿qué tiene que ver el que yo sea francesa?"

Dos meses después me llamó por teléfono mi tío Simón ("No todo es miel sobre hojuelas...", me dijo). Le pedí que no me repitiera frases hechas, que si para algo me estaba educando era para no caer en la vulgaridad ("¿Te parezco vulgar?", se incomodó conmigo. "Sí, tío, tú no fuiste educado en la Sorbona." "En fin", continuó, "las cosas han cambiado, querido sobrino..."). Le pedí que no me dijera querido, que no eran necesarias las formalidades. ("Ha habido carestía en la casa y, en resumidas cuentas, ya no podré enviarte el dinero que...") Dejé de escucharlo y colgué el teléfono porque volvió a soltarme un lugar común: "las vacas están flacas".

¡Las vacas están flacas!

Ya para entonces hablaba un francés bastante aceptable, sabía cómo comer por unos cuantos francos y tenía a mi maestra de Introducción a Virgilio cortante pero convencible y atenta. Le dije que me iría a vivir con ella. Aceptó ("Te lleva más de diez años", me escribió mi padre. "¿Te importa en realidad su edad?", le respondí. Y luego lo ataqué de frente: "¿Eres acaso tú el de la relación? ¿Alguna vez te reclamé que mi madre no fuera de tu misma raza?").

Titania, la rata, había tenido ya a sus hijitos. Eran unas larvas rosadas que se pegaban a sus tetas y lanzaban unos chillidos apenas perceptibles. Con una esponja le di agua a la madre, y luego leche, para que su lactancia fuera más feliz. Creo que lo agradeció, sin más.

En cambio, la maestra de Introducción a Virgilio no me aceptó con la rata y sus crios ("¿Estás loco?", me provocó. "¿Crees que tu linda cara te da derecho a traerme ese animal? Esto es Francia. Esto no es como alguno de esos países").

Me di cuenta en ese momento de dos cosas que en realidad ya sabía: que ciertamente yo era un oriundo de uno de "esos países" y que tenía una "Linda cara". Esto segundo lo había intuido algunas veces con Marie, Marguerite, Ofelia y Enadina ("Te vas a llevar muy bien con Ofelia", me dijo Lucila, mi exnovia: colombiana, veterinaria). Las cuatro habían exaltado mi cara, las cuatro quisieron tener relaciones conmigo y amarme por mi cara. Carol y la maestra de Introducción a Virgilio se interpusieron en esos entonces. Las seis sabían que yo era de alguno de "esos países" y que tenía buen rostro.

Acudí a Enadina (catalana, trilingüe, Naf-Naf): era una estudiante bastante más independiente que la mayoría. Le faltaban cinco o seis kilos, quizás ocho, usaba gafas ornamentales ("Cuídate de las ciegas", me dijo una vez mi fallecida madre) y hablaba de los escritores de moda. Le gustaba ir al tabac de la plaza de la Sorbona a discutir conmigo sobre literatura contemporánea y luego, al ver que no tenía interés en sus rollos, me decía que yo tenía una linda cara. Lo de la rata no le importó.

Me mudé a su piso un domingo: mi linda cara hizo lo principal. Luego barrí, cociné y me enfrenté al vecino que ponía su despertador a las cinco de la mañana. Ella se la vivía en la biblioteca y en las aulas, mientras yo me dedicaba a traducir un texto fácil de Cicerón ("Las Disputas Tusculanas son mis preferidas", me dijo un día la Güera: esposa de mi tío Simón, guanajuatense).

Las ratitas empezaban a independizarse de las tetas de Titania y necesitaban comida. Les di queso y leche. Luego les empecé a cocinar pasta con jamón. Enadina no las atendía: tampoco se fijaba en ellas. Sólo le gustaba estar conmigo, discutir y comer pasta o moules, o las dos cosas, o simplemente queso o pescado, o a veces comida tailandesa, vietnamita o peruana, según su capricho, o papas fritas y carne. Con dos tequilas enloquecía; con una botella de rojo se ponía a hablar de Diderot, y con un calvados meditaba: Enadina era una mujer altamente propia ("Si de verdad te gusta", me dijo mi padre al teléfono, "no la sueltes. ¡Si mi nieto ha de ser francés, que lo sea!").

Conseguí un trabajo gracias a una recomendación de William Murdoch (irlandés, barman, estudiante de Fenomenología). Todos los días tenía que ir a Montreuil para cocinar platillos diversos en una brasserie de nombre Le Coq de Bruyére. El dueño del lugar me preguntaba a cada rato ora acerca de Catulo y Longo, ora acerca de Platón y Homero. Le decía lo poco que había aprendido en la Sorbona. Él me lo agradecía con algunos francos de más y con el aprecio de su señora, doña Sylvie, que francamente me adoraba.

No había cobrado el dinero del primer mes cuando me entraron las ganas de regresar con mi gente ("La situación ya no está tan difícil", me dijo mi tío Simón. "Si el problema es económico, no regreses. Nunca dejaré de apoyarte").

Liquidé mi relación con Enadina. Ella se molestó conmigo: "¿Por qué me cortas de manera tan abrupta? No soy un objeto". De cualquier manera lo hice. Ella misma se ofreció a cuidar a la rata y sus hijitos.

El viaje en avión fue espantoso. Hubo una demora en París y otra en Londres. En Miami fui asaltado por un cubano, llamado Hectico, que no dejó de preguntarme acerca de mi vida privada. Tuve que invitarle una cerveza y platicarle acerca de la muerte de mamá y de mi sobrino Luciano en su infortunado viaje a Bangladesh. Él me habló de literatura norteamericana, de béisbol y de su tía Cary. Prometió buscarme en México o en París para continuar la plática.

Al llegar, sentí que había dejado de ser yo. Sentí incluso que nunca lo había sido. Se me antojó renunciar a todo y dedicarme a platicar con desconocidos en los aeropuertos. Como Hectico.

La Güera me esperaba: ella también creía que yo tenía una linda cara. Me esperaba con ansia. Nos besamos en una tienda de curiosidades turísticas mientras mi tío Simón orinaba. Me dijo que mi padre tenía problemas con la vesícula: que por eso no había ido a recibirme: le confesé que ya lo intuía.

Mis amigos de siempre me hicieron una gran fiesta. Cené con Lucila (mi exnovia colombiana, veterinaria, especializada ya en equinos de raza pura): era una chica sencilla y con la cadera un poco baja. Le canté canciones dominicanas y le conté todo acerca de Titania y sus críos. Estaba fascinada: me dijo que podríamos casarnos y que estaba dispuesta a vivir conmigo y con los roedores en París para que yo continuara mis estudios. Le hablé de Enadina y de mi maestra de Introducción a Virgilio. Me preguntó mucho acerca de mis rutinas y de mis actos sexuales con mis amantes. Le dije cualquier cosa. Ella me platicó acerca de sus ex novios (tres: Paco, Lalito Díaz y el señor Mendoza, dueño de una estética para perros).

En fin: nos casamos.

Mi tío Simón estaba muy envejecido ("No debiste regresar", me dijo. "Si la cosa no está como la requieres, olvídate, confía en mí, regresa a París, regresa a tus estudios o a tus amoríos. Yo te seguiré pagando todo. Las vacas ya no...". "Ahora, ya somos dos", lo asalté, y le dije todo acerca de mi reciente matrimonio).

Regresé con Lucila a París. Para entonces, ya no notaba que su cadera estaba un poco baja. En cambio, descubrí que tenía una agradable manera de hacer el amor ("Cuídate del sexo en Europa", me aconsejaba mi abuela. Supongo que quería decirme que me cuidara de las europeas. Lucila era colombiana).

Con dificultades, Enadina me regresó a la rata y a sus ratitas (se había encariñado con ellas) y me instalé con mi nueva esposa en Montparnasse. Le mostré París, la inscribí en la Sorbona (Semiótica y Lingüística) y a la semana nos fuimos a comer a un restaurante Tex-Mex ("La mejor comida es la que te gusta", solía decirme mi madre cuando le pedía que me preparara entomatadas. "Las cocinas híbridas", me decía la Güera, "no son ni una cosa ni la otra. Tampoco las dos: son una tercera cocina. A veces buena, a veces mala. El tipo de couscous que a ti te gusta, por ejemplo, ni es francés ni es marroquí ni es nada. Eso es todo").

A mi graduación (defendí un trabajo de mi autoría sobre Sexto Propercio) asistieron mi padre, Lucila, Carol, mi abuela, mi tío Simón y su esposa la Güera, mi maestra de Introducción a Virgilio, Jan y algunos otros compañeros de carrera. Celebramos en un restaurante sin aspecto. Al día siguiente me presté como guía por París para mis familiares: desde los lugares turísticos hasta el departamento que compartía con Lucila, Titania y sus ratitas. Mi tío me regaló un reloj, mi padre un encendedor de oro y mi abuela dos paquetes de harina para hacer tortillas. Compraron llaveritos de la Torre Eiffel y postales de Notre-Dame. Se llevaron agua del Sena en un frasquito. Fue difícil su estancia. Agotadora. Se fueron de París un 5 de abril (por la tarde).

Para descansar de ellos tomé unas pequeñas vacaciones, solo, en un pequeño pueblo de los Alpes franceses. Dos días fueron suficientes para recobrar las energías perdidas.

Al regresar, en un acto de locura, golpee a Lucila. Empezó por decirme que la visita de mi familia la había dejado extenuada ("La familia es la familia", me decía mi padre). Despreció el reloj y el encendedor ("Un regalo es un gesto", me aleccionaba mi occisa madre). Según dijo Lucila: mi abuela no era lo que yo pensaba de ella, sino una anciana obsesiva e incoherente, senil ("Cuando creas que soy una vieja inútil y obsesiva, dame una pistola", me dijo un día mi abuela). No pude más. Le arrojé a la cara un vaso de vino y luego la tundí. Era débil. Murió ("Un hombre tundido es un hombre con vida", me dijo mi padre ante un atropellado: "Un hombre muerto no sabe mirar").

He de confesar que estaba consciente de lo que había hecho. (En eso me llamó Carol para decirme que la cena en el restaurante sin aspecto le había parecido estupenda, que mi familia era adorable y que estaba segura de que yo iba a ser el especialista en Sexto Propercio que Francia necesitaba.)

Al colgar, descubrí que Titania roía un muslo de Lucila. No tuve la mente clara como para impedírselo: recuerdo que estuve un largo rato mirando la escena. Me dormí a los pies de la cama ("Cuida tu espalda", me decía mi madre muerta, "cuando no puedas dormir en la cama, hazlo en el suelo: te va a reconfortar").

A la mañana siguiente me desperté aliviado de los dolores de espalda. Ya no estaba el cadáver de Lucila. Busqué primero. Luego dudé de mí: una pesadilla, quizás; muy vívida, ciertamente. Sentí alivio. Esperanza. Recordé las desastrosas empresas de Puck y Oberón en el Sueño de Shakespeare. Verano, además.

Titania y sus ratitas desayunaron todo lo que les di: hígados de pollo y leche. Yo me cociné un huevo y traté de hacerme una tortilla ("Primero pon a freír la papa con mucho ajo y sal", me enseñaba mi abuela. "Cuando ya esté bien cocida, échale los huevos batidos").

Entonces llamó Lucila: estaba en el tabac de la Sorbona y quería que yo la alcanzara "para hablar de la situación, de nosotros, del futuro, de las ratas".

No estaba seguro de la impresión que me causaría verla viva. Fui. Me dijo que ya no pensaba lo mismo de mi familia, que la comprendiera ("La falta de costumbre", dijo), que la ayudara a hacer un trabajo sobre Barthes y otro sobre Chomsky, y que la invitara a comer comida japonesa: brochetas, sushis, vino blanco, café, calvados ("Un digestivo", me explicó un día la Güera en un hotel, "te puede ahorrar muchos estropicios estomacales").

Traté de ponerme en contacto con Roland (Barthes): había salido de viaje. Quedó impresionada ("¿De dónde lo conoces?", me preguntó. "De la Sorbona"). A Noam (Chomsky) no lo conocía.

A partir de ese día vivimos un romance maravilloso: hubo mucho sexo, amor y comida, hablamos de Barthes, de Titania y las ratitas, fuimos a los museos, platicamos largas horas sobre semiología, veterinaria comparada, Propercio, Joyce y Roald Dahl, fumamos hashish y consumimos ergotamina. Por decir algo. Nos acostamos con otra pareja (un noruego y una guatemalteca), leimos en voz alta a Nerval, robamos comida y encontramos en la basura muchas cosas útiles. Por decir algo más.

Le escribí a mi tío Simón: "Ya no necesito de tu apoyo: he de vérmelas por mí mismo" ("Si ése es tu deseo, querido sobrino", me respondió dos meses después, "tienes ya la edad de decidir por ti mismo". "Eres un hijo de la chingada", le respondí ese día, "y por favor no vuelvas a decirme querido").

Llamó Hectico: estaba en el aeropuerto y quería que fuera a buscarlo. Durante el largo recorrido que hicimos en metro, continuó la plática sobre su tía Cary y me habló de comida y dinosaurios. A cambio, le conté sobre la dulce Titania y sus ratitas, y luego sobre Lucila. Llevaba cuatro maletas y un portafolios.

Ese día dormimos los tres en nuestro piso de Montparnasse. Cenamos pasta con almejas, queso y cerveza. Fuimos al cine: una película rural (australiana o polaca).

A la mañana siguiente, Hectico nos platicó su sueño: vivíamos los tres en una pequeña casa de campo y nos dedicábamos a cultivar lechugas y árboles frutales. A Lucila le encantó la idea. Me dio tanta emoción verla tan entusiasmada que le llamé a mi tío Simón para pedirle dinero ("No sé cuánto pueda juntar, querido sobrino"). Acepté que me dijera querido sólo por amor a Lucila.

En lo que llegaba el dinero de mi tío, Hectico se dedicó a hacer negocios con su portafolios "para incrementar el capital".

Las ratas se reprodujeron entre ellas, de tal manera que hubo tres natalicios múltiples en una semana.

Al fin, casi medio año después, nos fuimos al Sur, cerca de la frontera con España, compramos una pequeña casa de campo y nos pusimos a cultivar lechuga, jitomate y cebolla. También adquirimos cabras, cochinos y una vaca ("Acuérdate del rancho: tú ordeñabas a las vacas", me decía mi finada madre cuando me obligaba a tomar leche bronca). Lucila se encargaba de vacunar a los animales, de aparearlos y de escribir sus memorias. Hectico seguía "incrementando el capital" gracias a su portafolios. Y yo me dedicaba a la hortaliza y sus frutos.

A los cuatro meses de vivir allí, Lucila dio a luz a las mellizas ("Las niñas dan menos problemas que los varones", me decía mi padre cuando me pegaba con el cinturón. "¿Cómo sabes?", le preguntaba mientras chillaba. "Dicen", respondía). No sabíamos si eran mis hijas o de Hectico. De broma decíamos que una era suya y la otra mía.

Al bautizo acudieron mi padre, mi abuela, mi tío Simón, la Güera y Enadina. Ausentes: mi maestra de Introducción a Virgilio, que había muerto, Jan, que vivía en su país, y Lev, que estaba en una clínica antidrogas.

La Güera intentó manipularme: me abstraje. Mi tío Simón se dio cuenta de nuestros besuquees en la cocina: se abstrajo. Mi padre tuvo una embolia, lo condujimos al sanatorio y al fin no falleció.

Por su parte, mi abuela compró veneno para expulsar a Titania, sus hijos y sus nietos de la casa: Lucila, Hectico y yo nos opusimos con palabras convincentes. Adujo la rabia. Le mentimos: Titania y su descendencia habían recibido vacuna ("No huyas, cobarde", me gritaba mi abuela con la jeringa en la mano cada que ella me inyectaba.)

Se fueron quince días después. Lo celebramos con anís ("No vuelvas a beber anís en mi presencia", me dijo mi finada madre el día que me rompió el brazo; yo tenía trece años), y con una sopa de verduras cultivadas en nuestra hortaliza. Al terminar, Hectico dijo que tenía que ir al aeropuerto.

Nunca regresó.

Lucila, las mellizas, Titania y su gran familia, Valmont —nuestro perro— y yo hicimos un hogar sólido ("Sólo el hogar te dará seguridad", me dijo mi padre el día que golpeó al hermano de mi madre en una cantina; le extirpó un ojo).

Fui a comprar vino, leche, aceitunas, queso y pan ("La combinación del queso y el vino te va a caer bien", me dijo mi tío Simón la primera vez que me violó).

Las mellizas disfrutaron la tarde, especialmente porque un grupo de teatro del pueblo representó una comedia bastante pueril. De hadas. Muy vistosa ("La gente de teatro es vulgar", me dijo mi abuela, que había sido actriz y prostituta, cuando representé el papel de lobo en una obra de teatro escolar).

Al día siguiente me llamaron de la Sorbona para que impartiera un curso. Me negué ("No digas no si no sabes", me decía mi tío Simón por las tardes. "No te niegues porque sí", me dijo la Güera la primera vez que me sedujo. "No te opongas a lo que habrá de suceder", me instruyó mi padre la noche que me circuncidó con su navaja suiza. "No caigas en la negación fácil", me dijo mi finada madre el día en que me pidió que rezara con ella. "No digas que no si no sabes qué", me aleccionó mi abuela antes de meterme una vez la hipodérmica en el lugar equivocado). "No rechaces la oferta", me exigió Lucila, "necesitamos dinero".

La cátedra sobre Sexto Propercio que di en la Sorbona tuvo un éxito irrefutable. El primer día tuve dos alumnos. Al mes siguiente había catorce. "Quizás sea usted un genio", me dijo el rector de la Sorbona en su oficina. ("Eres un genio", me alentaba mi tío Simón cuando yo tenía once años. "Vas a ser un genio", confiaba en mí mi finada.)

Un derrame frustró mi futuro como sabio. Quedé muy disminuido, apático, fuera de ritmo, parcialmente paralizado. Perdí el habla y el olfato. La dieta que el doctor me impuso excluía casi todo.

Durante el primer año de mi convalecencia, la anciana Titania, sus hijos y sus nietos me hicieron compañía por las mañanas. Las mellizas, por las tardes. Y Lucila, por las noches. Luego llegó, sin aviso, mi tío Simón. A vivir con nosotros. Se había separado de la Güera y quería una vida tranquila.

Encontró el veneno que le habíamos quitado a mi abuela cuando quiso deshacerse de las ratas. Llenó una cuchara sopera y me abrió la muda boca.

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LA LADRONA DE LIBROS