Por Ernst Hemingway
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
-Hace calor -dijo el hombre.
-Tomemos cerveza.
-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.
-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.
-Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
-Parecen elefantes blancos -dijo.
-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.
-No, claro que no.
-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?
-Anís del Toro. Es una bebida.
-¿Podríamos probarla?
-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
-Cuatro reales.
-Queremos dos de Anís del Toro.
-¿Con agua?
-¿Lo quieres con agua?
-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?
-No sabe mal.
-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.
-Sí, con agua.
-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.
-Así pasa con todo.
-Sí-dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
-Oh, basta ya.
-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
-Bien, tratemos de pasar un buen rato.
-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
-Fue ocurrente.
-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
-Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
-¿Tomamos otro trago?
-De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.
-Es preciosa -dijo la muchacha.
-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
-¿Y qué haremos después?
-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
-¿Qué te hace pensarlo?
-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.
-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
-¿Y tú de veras quieres?
-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
-Te quiero. Tú sabes que te quiero.
-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
-¿Qué quieres decir?
-Yo no me importo.
-Bueno, pues a mí sí me importas.
-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
-No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
-¿Qué dijiste?
-Dije que podríamos tenerlo todo.
-Podemos tenerlo todo.
-No, no podemos.
-Podemos tener todo el mundo.
-No, no podemos.
-Podemos ir adondequiera.
-No, no podemos. Ya no es nuestro.
-Es nuestro.
-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
-Pero no nos los han quitado.
-Ya veremos tarde o temprano.
-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.
-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.
-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
-¿Querrías hacer algo por mi?
-Yo haría cualquier cosa por ti.
-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.
-Voy a gritar -dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
-El tren llega en cinco minutos -dijo.
-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.
-Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.
-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
-¿Te sientes mejor? -preguntó él.
-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.
El buen librero, enero 2021.
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