Por Gunter Silva Passuni
Habían quedado en encontrarse en la estación de Brixton. Ella era la única que había respondido al anuncio de Felipe, un aviso escueto en una famosa página de clasificados en línea. Una semana atrás, él había tecleado desde un anodino cubículo de un café internet, cuatro palabras: «nacionalidad inglesa por dinero.»
Aquel día le temblaba el cuerpo, tenía una mano en el bolsillo y sostenía un café en la otra. El otoño había empezado, algunas hojas secas volaban a su alrededor, otras se estrellaban contra los buses repletos de pasajeros. Era la hora punta y el ruido rancio de los motores invadía la calle.
Su móvil vibró en el bolsillo de su chaqueta, era un texto de ella. «Estoy caminando, llego en cinco minutos».
Felipe se puso alerta. Cada vez que venía una chica, él la miraba a los ojos, como tratando de adivinar si una de ellas era Kloe. Vio venir a una muchacha rubia, delgada y guapa. Deseó en el alma que fuera ella, pero no, la chica pasó por su lado haciendo sonar sus tacos contra la superficie de la calzada y besó a un adolescente de pantalón de cuero y botas vaqueras que esperaba tranquilo a un costado de la estación.
Kloe sabía la descripción de Felipe. Él le había dado detalles de su apariencia en un último e-mail, ella sólo había mencionado que era una mujer joven y moderna.
Unos minutos más tarde se presentó ante él. Felipe se sorprendió al verla, era bastante más tierna de lo que había imaginado, casi una adolescente; vestía con pantalones anchos y cómodos como los que se usan para hacer deporte, y venía acompañada por un perro chusco, pequeño y bastante juguetón.
—Se llama Shadow —dijo.
Después, ella sugirió comer algo en McDonald’s. Había uno, ubicado en una esquina, no muy lejos de donde se encontraban. Caminaron en silencio en dirección sur, como quien va hacia Streatham Hill. Ella sujetaba al perro con una cadena cromada, a veces Felipe se retrasaba a propósito, con el ánimo de ver el vaivén que hacían sus nalgas al caminar.
Frente a la puerta, Kloe empuñó la mano e hizo una seña al perro. Shadow automáticamente se sentó y se quedó quieto fuera del local. Felipe pensó en lo bien entrenado que estaba aquel animal.
Adentro, ambos ordenaron hamburguesas y papas fritas. Además, Kloe pidió milkshake de frambuesa; Felipe, una Coca- Cola sin hielo. Mientras caminaban hacia la única mesa vacía, Kloe vio su reflejo en el vidrio y se paró unos segundos para observarse. Metió la mano derecha debajo de su cabello, con suavidad, para arreglarlo. Felipe notó que unas argollas enormes colgaban de sus pequeñas orejas.
—Estoy preocupada de todo —dijo ella—. Me preocupa perder el dinero del paro, hace poco me peleé con mi mamá, me mudé de piso.
Voy a utilizar el dinero que me das para estudiar peluquería, estoy angustiada antes de haberme siquiera matriculado. La escuela de peluquería queda a dos cuadras de acá. Kloe apuntó la dirección de la escuela con la mano y apretó un gatillo imaginario en el aire.
Había algo de inocencia en su rostro, era un rostro de niña no de mujer, traía maquillaje recargado como si tratara de ocultar su verdadero rostro. Ese polvo anaranjado no le cubría el cuello. Felipe quiso reírse, le recordó a su hermana la primera vez que la vio maquillada pero se aguantó; en cambio le preguntó si le gustaba el fútbol. Había notado el estampado de la marca Kappa en su jersey rosado.
—No —dijo con naturalidad.
—Ya veo —respondió Felipe, sin saber qué decir exactamente.
—Mi madre me llamó esta tarde —dijo Kloe con esa voz que usan las mujeres para chismosear—. Me preguntó si había dejado mi computadora prendida, vivimos en el mismo bloque de pisos subvencionados por el ayuntamiento. Lo que me hace reír es que ella nunca práctica lo que predica. Repite aburridamente cómo podríamos hacer eso o aquello para ahorrar electricidad cuando ella es la primera en tener corte de internet porque no pudo pagar las cuentas. Yo soy la más organizada y ahorrativa, mi madre gasta un montón de dinero que no tiene en eBay.
Felipe la observaba sorprendido y con curiosidad, de la misma forma en que un niño ve dibujos animados en la tele por primera vez. Ella se veía más guapa que hacía unos minutos atrás. Empezaba a verla menos adolescente, las curvas de su cuerpo le hacían verse más adulta.
Kloe hizo un ruido espantoso con el sorbete, se sonrojó y pidió disculpas, después de unos segundos de silencio ambos se rieron de lo ocurrido. Felipe sintió de pronto que ella y él eran viejos amigos a pesar de que hacía solo media hora que se habían conocido cara a cara.
Lo relativo que puede ser todo, pensó.
—Yo me conecto a Facebook quizá nueve veces al día y me paso un máximo de tres horas allí, contestando comentarios y mensajes —prosiguió Kloe—. Uso el Twitter en mi teléfono, rara vez pongo mensajes en Twitter, nunca he podido explicarme en sólo unas cuantas palabras. Para todo lo que empleo internet es para vender cosas que ya no uso en eBay o para buscar trabajo. Requiero de constante acceso a internet si quiero encontrar un buen trabajo, uno que voy a querer y disfrutar. No estoy diciendo que quiero un trabajo de ensueño, sólo quiero conseguir uno que me permita vivir decentemente hasta que encuentre el correcto—, hizo una pausa mientras volvía a arreglarse el cabello desordenado, y preguntó—: ¿Tienes Facebook?
—No, no —dijo Felipe—, lo tuve una vez pero decidí cerrarlo, me pareció que me quitaba mucho tiempo, me di cuenta que no era bueno para eso.
—Entonces… ¿Cómo te comunicas con tu familia y amigos?
—Uso Skype, me sale económico, puedo hablar por horas con mis padres —dijo Felipe. Ella se quedó mirándole a los ojos, como si se sintiera satisfecha con la respuesta que le acababan de dar.
Él se había dado cuenta de que la suerte estaba de su lado. Kloe era una enviada de Dios, hacía ya tres semanas que estaba de ilegal, no habían querido renovarle la visa en los despachos del Home Office. Casarse con Kloe era su última carta, el as brillante bajo la manga.
—Será la gran jugada de mi vida —estuvo pensando por unos segundos.
Puso la mano sobre su cabeza y se rascó la coronilla.
—No te sientas mal —dijo Kloe como si le leyera el pensamiento, mientras sorbía lo último que quedaba de su milkshake—, casarse por papeles no es un crimen, yo también hago cosas que no son legales. Trabajo haciendo limpieza en casa de dos señoras y el dinero que recibo es en cash. Si declaro el dough, corro el riesgo de que me quiten la ayuda. El Gobierno ya tiene demasiado dinero, no necesita más, somos los pobres los que terminamos pagando más impuestos que los ricos.
Felipe asintió con la cabeza. De su chaqueta sacó una botella pequeña, del tamaño de su dedo pulgar, repleto de vino tinto. Lo mezcló lentamente con su Coca-Cola y dio un sorbo largo. Ella se quedó mirando los eléctricos ojos negros de él, como si fueran dos bolitas de carbón.
—Si fueras mi esposo de verdad, yo te enseñaría a ahorrar tu dinero —dijo ella—, he empezado a ordenar comida on-line porque resulta más barato y no pierdes el tiempo poniendo cosas innecesarias en el carrito de compras. Mi madre no sabe cómo ahorrar su dinero, ella va al supermercado y comprar todo lo que ve. Las cosas de mi madre no deberían ser mi problema, pero mi hermano menor todavía vive con ella y él sí me importa. Mi madre nunca ha tenido un trabajo en toda su vida, aparte de uno que duró tres meses, un favor de un amigo con negocio. Ella no conseguirá cobrar los beneficios que obtiene del gobierno por mi hermano, cuando él cumpla dieciocho años dentro de cuatro meses. La pobre no tiene suerte con los hombres, es gorda, depresiva y borracha. Con el trago parece sentirse invencible, capaz de cualquier hazaña. Había querido ser escritora, al menos, eso le cuenta a las vecinas, pero lo único que escribía eran cheques sin fondo, hasta que le cerraron la cuenta del banco.
Felipe se imaginó por un momento que estaba en una cita a ciegas. Había pensado una vez registrarse en match.com. Aún recordaba el anuncio en el metro. Había una pareja a punto de besarse y más abajo en letras grandes estaba inscrito find love with match.com, coloreada en dorado. No lo hizo por timidez y flojera.
Ella untó su última papa frita en el charco de ketchup y se lo llevó a la boca.
—Me he estado estresando toda la mañana y he estado dando vueltas en círculo sin hacer nada —dijo Kloe mientras se chupaba la yema de los dedos—. Quiero practicar cortando el cabello a alguien para estar lista cuando empiece mi curso. ¿Tú no te animarías, Felipe?
—Le tengo miedo a las tijeras, además siempre he llevado el cabello largo — respondió él.
La escuchaba con atención, tenía una parte del dinero que habían acordado a través de emails unos días atrás. La otra parte se la daría una vez casados.
Sacó el sobre de manila y se lo entregó. Kloe ni lo abrió ni se tomó la molestia de contar el dinero. Lo metió directamente a su bolsillo. Muchas gracias, dijo, mientras jugaba con un paquete de cigarrillos y un encendedor que había puesto sobre la mesa.
—Fumo toda mi vida —comentó de la nada, como si fuera una fumadora veterana a su corta edad.
Al cabo de una hora se despidieron con un beso en la mejilla. Felipe la vio salir del McDonald’s. Pensó si Kloe no sería acaso un ángel y Shadow su ayudante o un diminuto duende obediente y devoto.
—Shadow —murmuró Felipe. Ni siquiera era negro, en realidad, todo lo contrario. Era un perro blanco y pétreo como una estatua griega.
Subió las escaleras y se metió al baño, bajó el cierre de su bragueta y empezó a orinar. En las paredes encontró escrito, debajo de hot massage, un número telefónico similar al de Kloe. Solo variaba en el último dígito, un seis en vez de un dos.
Se lavó las manos, bajó las gradas, pensando en reemplazar un seis por un dos mientras se disponía a salir del local.
Afuera, la lluvia había barrido las calles de Brixton. Shadow había desaparecido por arte de magia, en cambio, un grupo de policías lo estaba esperando con los brazos cruzados. A pesar de la penumbra de la tarde, Felipe vio en Kloe esa sonrisa infantil y agradable que se le dibujó en el rostro.
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