Jonathan Harker es un joven agente inmobiliario que viaja a Transilvania para finalizar unos encargos en el castillo del Conde Drácula. Este es un extraño personaje que quiere comprar unas tierras en Inglaterra. Pronto Harker se convertirá en el prisionero de Drácula, descubriendo así poco a poco la verdadera naturaleza de su captor. Al mismo tiempo Drácula consigue viajar a Londres, donde se encuentra con Mina, la prometida de Harker, y Lucy, su amiga acaudalada quien vive sola con su madre viuda. Esta última cae de pronto enferma tras la visita. Drácula ya está sembrando el terror en Londres y Mina y Harker necesitarán la ayuda de otros personajes, como el doctor van Helsing, para derrotar al Conde.
Nuestro objetivo es brindar fuentes de información confiable, material académico y de consulta de calidad, para nuestra comunidad educativa, además de compartir y difundir, material de lectura literaria y recreativa.
INVITACIÓN ABIERTA: Laboratorio de escritura de Biblioteca UDEM (BiblioLab)
Como parte de las actividades del Laboratorio de escritura de Biblioteca UDEM (BiblioLab), iniciamos esta serie de charlas con el objetivo de abrir nuestros canales de comunicación con nuestra comunidad universitaria: alumnos y alumnas, docentes, investigadores e investigadoras, para que nos compartan sus técnicas, métodos, consejos y demás que les han funcionado para la redacción de sus trabajos académicos. Habrá, porque creemos en las habilidades que aporta la literatura creativa, también espacio para la escritura no académica.
En esta primera sesión, la alumna de Psicopedagodía, Arantza Zavala, nos compartirá sus procesos de toma de notas de una manera ágil, sencilla y creativa; un método que le ha funcionado para asimilar los conocimientos en clase y luego poder estructurar sus ideas a la hora de plasmar las ideas por escrito.
La sesión en vivo será por zoom.
Se solicita registrarse.
A tí que escribes, no olvides estos consejos de Augusto Monterroso
Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: “En literatura no hay nada escrito”.
Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
El buen librero, octubre 2020.
Herman Hesse sobre poseer libros
“En el fondo, todo lector auténtico es también amigo de los libros. Porque el que sabe acoger y amar un libro con el corazón, quiere que sea suyo a ser posible, quiere volver a leerlo, poseerlo y saber que siempre está cerca y a su alcance. Tomar un libro prestado, leerlo y devolverlo, es una cosa sencilla; en general lo que se ha leído así se olvida tan pronto como el libro desaparece de casa. Hay lectores que son capaces de devorar un libro cada día, y para éstos la biblioteca pública es al fin la fuente adecuada, ya que de todos modos no quieren coleccionar tesoros, hacer amigos y enriquecer su vida, sino satisfacer un capricho. A esa especie de lectores que Gottfried Keller supo retratar tan bien en una ocasión, hay que dejarla con su vicio. Para el buen lector, leer un libro significa aprender a conocer la manera de ser y pensar de una persona extraña, tratar de comprenderla y quizá ganarla como amigo. Cuando leemos a los poetas, no conocemos solamente un pequeño círculo de personas y hechos, sino sobre todo al escritor, su manera de vivir y ver, su temperamento, su aspecto interior, finalmente su caligrafía, sus recursos artísticos, el ritmo de sus pensamientos y de su lenguaje. El que quedó cautivado un día por un libro, el que empieza a conocer y entender al autor, el que logró establecer una relación con él, para ése empieza a surtir verdaderamente efecto el libro. Por eso no se desprenderá de él, no lo olvidará, sino que lo conservará, es decir, lo comprará, para leer y vivir en sus páginas cuando lo desee”.
En “Escritos sobre literatura”, Alianza Editorial, Madrid. 1983.
La mujer en el espejo, Virginia Woolf
No habría que colgar espejos en las habitaciones, de la misma manera que no habría que dejar una chequera abierta a la vista o conservar cartas en las que se confiese un horrible crimen. Esa tarde de verano no podía dejar de mirar el largo espejo que colgaba en el pasillo. La casualidad lo había dispuesto así. Desde las profundidades del sofá en la sala de estar se podía ver reflejado en el espejo italiano no sólo la mesa con tablero de mármol ubicada enfrente sino un fragmento del jardín: el camino de césped crecido entre filas de altas flores hasta que el marco dorado lo cortaba.
La casa estaba vacía, y como era la única persona en la sala, me sentía uno de esos naturalistas que, cubiertos de césped y hojas, observan agazapados a los animales más tímidos: tejones, nutrias, Martín pescadores, moviéndose con la libertad del que se sabe invisible. La habitación estaba llena de esas tímidas criaturas esa tarde; y luces y sombras, cortinas volando, pétalos cayendo; cosas que nunca suceden, o así parece, si alguien está mirando. La tranquila y vieja habitación de campo, con sus alfombras y chimenea de piedra, la estantería hundida y los armarios laqueados en rojo y dorado, estaba llena de criaturas nocturnas. Venían haciendo piruetas en el suelo, caminando en puntillas y extendiendo la cola. Daban picotazos con sus picos insinuantes, estirando el cuello como si fueran grullas o bandadas de elegantes flamencos cuyas plumas rosadas estuvieran perdiendo el color, o pavos reales con reflejos plateados en las colas. La habitación se iluminaba y oscurecía, como si una sepia tiñera de repente el aire de púrpura. Y las pasiones, furias, envidias y tristezas de la habitación iban y venían, empañándola, como si fuera un ser humano. Nada permanecía igual por más de dos segundos seguidos.
Pero afuera el espejo reflejaba la mesa del pasillo, los girasoles y el camino del jardín de forma tan nítida que parecían atrapados en esa realidad. Era un contraste extraño: aquí todo cambiaba, allí todo permanecía estático. No se podía evitar mirar de un lado al otro. Mientras —ya que todas las puertas y ventanas estaban abiertas por el calor—, se escuchaba un suspiro constante, seguido de un silencio; parecía la voz de lo transitorio y lo perecedero, yendo y viniendo como la respiración humana, mientras que en el espejo, las cosas habían dejado ya de respirar, y permanecían inmóviles en trance a la inmortalidad.
Hacía media hora que la señorita de la casa, Isabella Tyson, había salido al jardín con su vestido de verano. Llevaba una canasta y había desaparecido, cortada por el brillante marco del espejo. Probablemente había ido a la parte baja del jardín a juntar flores o, parecía incluso más factible, a juntar algo más liviano, fantástico, frondoso y rastrero, una clemátide, o alguno de esos elegantes manojos de convolvuláceas, que se enroscan en los feos muros y florecen aquí y allá en capullos blancos y púrpuras. Isabella recordaba más a la fantástica y agitada convolvulácea que a la espigada áster, la elegante zinnia, o sus vivas rosas, encendidas como lámparas en las rectas ramas del rosal. La comparación demostraba cuán poco sabía uno de ella después de todos estos años, pues es imposible que una mujer de carne y hueso, de cincuenta o sesenta años, fuera en verdad una corona o un zarcillo. Tales comparaciones son más que inútiles y superficiales, son viles incluso, pues aparecen como la misma convolvulácea, agitándose entre nuestros ojos y la verdad. Tiene que haber una verdad; tiene que haber un muro. De todos modos era extraño, conociéndola desde hacía tantos años, que uno no supiera la verdad acerca de Isabella, que todavía se formularan frases como estas acerca de convolvuláceas y clemátides. En cuanto a lo certero, era un hecho que era una solterona, que era rica, que había comprado esta casa y traído con sus propias manos (en ocasiones, desde los rincones más recónditos del mundo, y a riesgo de envenenamiento por picaduras o contagio de enfermedades de Oriente) las alfombras, las sillas, los armarios que ahora vivían su vida nocturna ante nuestros ojos. A menudo parecía como si todos esos objetos supieran sobre ella de lo que a nosotros, que nos sentábamos en ellos, escribíamos sobre ellos, y caminábamos sobre ellos con tanto cuidado, nos estaba permitido saber. Cada uno de los armarios tenía varios pequeños cajones, y seguramente en todos había cartas, atadas con cintas, salpicadas con palos de lavanda o pétalos de rosas. Pues otra verdad —si verdades es lo que uno quiere— era que Isabella había conocido a muchas personas, tenía muchos amigos. Y si alguien era lo suficientemente audaz como para abrir un cajón y leer sus cartas, encontraría los rastros de muchas inquietudes, compromisos que cumplir, recriminaciones por no haberse encontrado, largas a íntimas cartas de afecto, violentas cartas de celos y reproche, terribles palabras finales de despedida (pues todos esos encuentros y citas no habían conducido nunca a nada). Así era, nunca se había casado, y aún, a juzgar por su rostro artificial e indiferente, había atravesado veinte veces más experiencias apasionadas que aquellos que pregonan su amor a oídos del mundo. Bajo la tensión de pensar en Isabella, la habitación se volvió más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas de las sillas y mesas, más largas y delgadas y llenas de garabatos.
De repente los reflejos se interrumpieron violentamente, aunque en total silencio. Una inmensa forma negra apareció en el espejo, tapándolo todo; desparramó sobre la mesa un paquete de tablas de mármol, veteadas en rosa y gris, y desapareció. Pero la imagen se había alterado por completo. Por un momento resultó indescifrable, irracional y completamente fuera de foco. Era imposible convenir a esas tablas algún propósito humano. Y después, de a poco, una especie de proceso lógico comenzó a operar sobre ellas, ordenándolas, dándoles forma y llevándolas al plano de la experiencia común. Finalmente se caía en la cuenta de que eran tan sólo cartas. Habían traído la correspondencia.
Allí estaban sobre la mesa con tablero de mármol, empapadas de luz y color, en estado natural. Y era extraño ver cómo se acomodaban, se ordenaban, hasta formar parte de la imagen, garantizándose la quietud y la inmortalidad que confería el espejo. Allí estaban, investidas de una nueva realidad y un nuevo sentido, y con más peso también, como si se hubiera necesitado un cincel para removerlas luego de la mesa. Ilusión o no, parecían haberse transformado no en un mero puñado de cartas corrientes sino en tablas grabadas con la verdad eterna. De haberlas podido leer, habría averiguado todo lo que podía saberse de Isabella, sí, y de la vida también. Las páginas dentro de esos sobres que parecían de mármol debían estar talladas y grabadas con verdadero sentido. Isabella entraría, las tomaría una por una, muy despacio, y las abriría. Las leería cuidadosamente, palabra por palabra, y después, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiera visto el trasfondo de las cosas, rompería los sobres en pedazos pequeños, ataría las cartas y pondría llave al armario, decidida a ocultar lo que no quería que se supiera.
Este pensamiento resultó un desafío. Isabella no quería que la conocieran, pero ya no podría escapar. Era absurdo, monstruoso. Si ocultaba tanto y sabía tanto, había que forzarla para que se abriera con la primera herramienta que se tuviera a mano: la imaginación. Había que fijar la mente en ella en ese preciso momento. Había que sujetarla y negarse a que siguiera postergándonos con dichos y hechos como los que creaba, con cenas, visitas y conversaciones educadas. Había que ponerse en sus zapatos. Si se tomaba la frase en forma literal era fácil ver los zapatos que llevaba, con los que caminaba en este momento en la parte baja del jardín. Eran angostos y alargados, a la moda; hechos del cuero más suave y flexible. Como todo lo que usaba, eran bellísimos. Y estaría de pie junto al alto seto en el jardín trasero, alzando las tijeras que llevaba atadas a la cintura para cortar alguna flor muerta, o alguna rama crecida. El sol le daría de lleno en el rostro, en los ojos; pero no, en el momento más crítico una nube cubriría el sol y haría que la expresión de sus ojos resultara dudosa (¿era burlona o tierna, alegre o apagada?). Sólo podía verse el contorno indefinido de su fino rostro, algo borroso, mirando al cielo. Pensaba, quizás, que debía comprar una nueva red para las frutillas; que debía enviarle flores a la viuda de Johnson; que era tiempo de ir a visitar a los Hippesleys a su nueva casa. Esas, ciertamente, eran las cosas de las que hablaba durante la cena. Pero uno terminaba aburriéndose de esas conversaciones. Era la profundidad de su ser lo que queríamos atrapar y convertir en palabras, el estado que es a la mente lo que la respiración al cuerpo, lo que uno llama felicidad o infelicidad. Al mencionar esas palabras era evidente, seguramente, que ella debía ser feliz. Era rica, distinguida, tenía muchos amigos, viajaba (compraba alfombras en Turquía y macetas azules en Persia). Avenidas de placer partían hacia un lado y hacia el otro desde donde ella estaba, con las tijeras en alto para cortar las ramas temblorosas, mientras las nubes lentas cubrían su rostro.
Aquí, con un movimiento rápido de tijeras, cortó el ramo de la clemátide que cayó al suelo. Al caer éste, seguramente entró algo de luz; seguramente se podía penetrar un poco más en su ser. Su mente, en ese momento, estaba llena de ternura y arrepentimiento… Cortar una rama crecida la entristecía pues estaba viva, y la vida era importante para ella. Sí, y al mismo tiempo la caída de la rama le hacía pensar en cómo podría ser su propia muerte y la futilidad y la evanescencia de las cosas. Y después, atrapando rápidamente este pensamiento con su automático buen sentido, pensó que la vida la había tratado bien; aunque fuera a morir, tan sólo sería recostarse sobre la tierra y descomponerse dulcemente entre las raíces de las violetas. Siguió pensando. Sin hacer de ningún pensamiento algo preciso, pues era una de esas personas reticentes cuyas mentes mantienen los pensamientos enredados en nubes de silencio. Estaba llena de pensamientos. Su mente era como su habitación, en la que las luces avanzaban y retrocedían, venían haciendo piruetas y pisando en puntillas, expandían sus colas, daban picotazos a su paso; y después todo su ser estaba bañado en luz, como la habitación otra vez, con una nube de profundo conocimiento, alguna pena no dicha; y entonces estaba llena de cajones cerrados, repletos de cartas, como sus armarios. Hablar de «abrirla», como si fuera una ostra; utilizar sino las más delicadas y sutiles herramientas con ella resultaba impío y absurdo. Había que imaginarlo. Ahora estaba en el espejo. Te hacía sobresaltar.
Al principio estaba tan lejos que no se la veía con claridad. Entró caminando lento y pausado, enderezando una rosa, levantando un clavel para olerlo, pero nunca inclinándose. Su imagen se agrandaba más y más en el espejo, de a poco se convertía en la persona en cuya mente uno había intentado penetrar. De a poco la reconocía, encajaba las cualidades que había descubierto en ese cuerpo visible. Estaba su vestido gris, sus zapatos alargados, su canasta, y algo brillaba en su cuello. Entró tan despacio que pareció no modificar la figura del espejo sino tan sólo agregar un nuevo elemento, que se movía con ligereza, alterando la disposición de los otros objetos como pidiéndoles, con cortesía, que le hicieran lugar. Y las cartas, y la mesa, y el césped se apartaron, y los girasoles, que habían estado esperando en el espejo, se separaron y se abrieron para recibirla. Finalmente, allí estaba, en el pasillo. Se inclinó. Se detuvo junto a la mesa. Completamente quieta. De inmediato el espejo empezó a derramar sobre ella una luz que parecía inmovilizarla; que parecía un ácido corroyendo todo lo innecesario y superficial y dejando tan sólo lo verdadero. Era un espectáculo cautivante. Todo se desprendía de ella, las nubes, el vestido, la canasta, el brillante, todo lo que uno había llamado la enredadera y la convolvulácea. Aquí estaba el sólido muro. Aquí estaba la mujer. De pie, desnuda en esa luz despiadada. Y no había nada. Isabella estaba completamente vacía. No pensaba. No tenía amigos. Nadie le importaba. En cuanto a las cartas, eran tan sólo facturas que pagar. Mírala allí parada, vieja y angulosa, venosa y estriada, con la nariz larga y el cuello arrugado, ni siquiera se molestó en abrir los sobres.
No habría que colgar espejos en las habitaciones.
El buen librero, noviembre 2020.
EL LADO ROMÁNTICO DE EDGAR ALLAN POE
A Elena
Te vi una vez, una sola, años atrás;
no diré cuántos, aunque no fueron muchos.
Fue en julio, a medianoche; la luna llena,
elevándose como si fuera tu alma, se abría,
rauda, camino cielo arriba. De su halo,
una sedosa llovizna de luz plateada
caía tibia, soñolienta y quedamente
sobre los rostros vueltos de las mil rosas
de un jardín encantado que la brisa
sólo osaba visitar de puntillas;
caía sobres los rostros vueltos de esas rosas
que, a cambio de la amorosa luz, se desprendían,
en un éxtasis final, de sus almas fragantes;
caía sobre los rostros vueltos de las rosas
que, embelesadas por ti y por la poesía
de tu presencia, morían con una sonrisa.
Toda vestida de blanco, te vi reclinada a medias
sobre un lecho de violetas; la luna, en tanto,
bañaba los rostros vueltos de las rosas y el tuyo,
vuelto también —aunque, ay, con aflicción— hacia ella.
¿Acaso fue el destino (ese destino que a menudo
solemos llamar aflicción) quien, esa medianoche de julio,
me retuvo junto al portal del jardín para que oliera
el incienso que desprendían las rosas? No había eco
de pisada alguna: el mundo odiado dormía; todos
salvo tú y yo. (¡Oh cielos! ¡Oh Dios! Cómo sublevan,
al juntarse, esas dos palabras mi corazón.) Todos
salvo tú y yo. Me detuve… eché una mirada…
y de pronto todas las cosas se esfumaron
(aquél era un jardín encantado, ¿recuerdas?).
El resplandor perlado de la luna se disipó;
los bancos mohosos y los sinuosos senderos,
las flores alegres y los árboles vencidos
cesaron de existir; incluso el aroma de las rosas
sucumbió en brazos del aire adorable. Todo,
todo expiró menos tú, todo salvo tú:
salvo la luz divina de tus ojos,
salvo el alma de tus ojos elevados.
Sólo a ellos vi: para mí fueron el mundo.
Sólo a ellos vi, sólo a ellos durante horas.
Sólo a ellos mientras brilló la luna.
¡Qué historias lastimosas parecían destilar
esas celestiales y cristalinas esferas!
¡Qué oscura congoja! ¡Qué sublime esperanza!
¡Qué mar de orgullo silencioso y sereno!
¡Qué osada ambición! ¡Y qué profunda,
qué insondable capacidad para amar!
Pero al fin la noble Diana se retiró
hacia su lecho occidental de nubarrones;
y tú, un fantasma, te escabulliste también
por la arboleda sepulcral; Sólo tus ojos permanecieron.
No deseaban irse: aún no se han ido. Aquella noche
iluminaron mi solitario regreso a casa y desde entonces
(al contrario que mis esperanzas) no me abandonan.
Siempre me siguen, me han guiado a través del tiempo;
son mis ministros, yo soy su esclavo. Su cometido
es iluminar y dar tibieza; mi deber
es ser salvado, por su brillante luz,
purificado por su fuego electrizante,
santificado por su fuego elíseo.
Tus ojos llenan de belleza (que es esperanza) mi alma
y titilan, lejanos, en el firmamento. Son las estrellas
ante las que me hinco en las vigilias solitarias;
mas en la diáfana claridad del día también los veo:
¡son dos dulces luceros del alba que centellean
sin que el sol pueda extinguirlos!
10 CONSEJOS DE JULIO CORTÁZAR PARA ESCRIBIR UN CUENTO
Julio Cortázar, además de ser uno de los autores latinoamericanos más influyentes de los últimos tiempos, fue también catedrático y entre las muchas cosas que dejó como legado están presentes diez consejos para escribir cuentos. Aquí te los dejamos.
1. No hay leyes para escribir un cuento, solo puntos de vista
“Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes… no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable”.
2. El cuento siempre tiene una unidad de impresión de una historia
El cuento es “…una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia”… “Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sea significativo”.
3. A diferencia de las novelas el cuento debe ser contundente
“Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos”.
4. En un cuento solo existen los buenos y malos tratamientos
“…en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema”. “Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka”… “Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores”.
5. En un buen cuento se deben de saber manejar tres aspectos: significación, intensidad y tensión
“…el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo… El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo… al punto que un vulgar episodio doméstico… se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico… los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada”… “La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista”.
6. El cuento es un mundo propio
Señala Horacio Quiroga en su decálogo: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.
7. El cuento debe tener vida
“…cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo”.
8. El narrador no debe dejar a los personajes al margen de la narración
“Siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra”. “La narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa… en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí”.
9. Lo fantástico de un cuento solo se logra con la alteración de lo normal
“El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia”… “Solo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado… la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural”.
10. El oficio del escritor es imprescindible para escribir buenos cuentos
“…para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión… tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor”.
El buen librero, noviembre 2020.
OCÉANO LITERARIO
Entra al océano literario donde podrás encontrar a tus autores favoritos y conocer un poco más sobre ellos:
https://artsexperiments.withgoogle.com/ocean-of-books?latitude=2.9606&longitude=38.5069&zoom=5.40
Efemérides del 5 de febrero
- 1857. Se crean los estados de Colima, Tlaxcala y Aguascalientes.
- 1917. Se erige el estado de Nayarit.
- Aniversario de la promulgación de las Constituciones de 1857 y 1917. La Bandera Nacional deberá izarse a toda asta.
5 Microcuentos
1- El fabulista y sus críticos
En la Selva vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.
Como él estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo lo que tenía que decirle.
Augusto Monterroso
2- Topos
Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema.
En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados.
Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical.
Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.
Juan José Arreola
3- Programa de entretenimiento
Es un programa de juegos por la tele. Los niños se ponen zapatillas de la marca que auspicia el programa. Cada madre debe reconocer a su hijo mirando solamente las piernitas a través de una ventana en el decorado. El país es pobre, los premios son importantes. Los participantes se ponen de acuerdo para ganar siempre. Si alguna madre se equivoca, no lo dice. Después, cada una se lleva al hijo que eligió, aunque no sea el mismo que traía al llegar. Es necesario mantener la farsa largamente porque la empresa controla con visitadoras sociales los hogares de los concursantes. Hay hijos que salen perdiendo, pero a otros el cambio les conviene. También se dice que algunas madres hacen trampa, que se equivocan adrede.
Ana María Shua
4- Instrucciones para llorar
“Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos”.
Julio Cortázar
5- Crianzas
Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser, pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que en seguida recupera sus veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto en crecer, porque sé que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco años y ella de veinticinco: a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.
Cristina Peri Rossi
ANTE LA LEY, Kafka, Franz
Por:
Franz Kafka
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
¡Bienvenidos!
-
Biblioteca Digital 👈👈 click
-
Biblioteca Digital